¿Quién dijo que estaba prohibido atreverse a ir más allá del sueño? ¿Quién tuvo la osadía de menospreciar el espíritu de 11 guerreros hechos de pura fe, barro de sacrificio e hilos de esperanza? ¿Quién intentó ponerle un cerco a la ilusión y regar el relato falaz de que la grandeza es poco más que algo propio de los consagrados, de los que se presentan con el traje de la superioridad expresada en “años luz”?
La desmitificación se dio por sí misma. Nada de aquel cuento era cierto. Se trató de mera invención cultivada con el fin de alimentar el adormecimiento de los implacables, de los que, cuando se despiertan, son una suerte de “Hércules” que siembran miedo y respeto.
Si algunos creen que el universo suele conspirar a favor de los deseos más fuertes, algo especial debió haber sucedido anoche. Y probablemente la explicación esté a la mano: el anhelo no solo fue genuino y profundo, sino también masivo y hermanado.
Y para que toda esa fuerza se convirtiera en algo concreto era necesario hallar un canal, uno hecho con paredes de carne y hueso. Fue entonces cuando se abrió paso la “trilogía humana”, el fenómeno que ya tiene un lugar separado en el ahora instaurado “14-S”, que hace alusión a la fecha conmemorativa de los 207 años que cumplió ayer Cochabamba.
Fueron Edward Zenteno, Gilbert Álvarez y Cristhian Machado los reforzadores del hecho, aquellos que dieron un paso más que sus compañeros (expresado en goles) y que terminaron de convencer de que la idea de superar a un equipo tan grande como el Millonario, con figuras como Gonzalo el Pity Martínez y Jontanan Maidana, no es descabellada.
Cada uno con su cuota individual, cada uno con una sed de revancha que jamás fue vivida con anterioridad por ellos, pues han sido otros los actores que empezaron la historia.
Cuando a las 17:30, los hinchas de River Plate aguardaban el inicio del compromiso, con sus banderas blancas y rojas, el ánimo era imponente. Esto, pese a que se trataba de un grupo contado de unas 1.500 personas inmiscuidas entre las más de 27.000 que se dispersaron en todo el estadio.
Los cánticos optimistas permitían apreciar que las barras no estaban dispuestas a marcharse de la Llajta con las manos vacías. Quizás por la ansiedad de recoger un séptimo título en la era de Marcelo el Muñeco Gallardo o, tal vez, por la bendita y equívoca presunción de que los equipos bolivianos no pueden ser mejores que los argentinos. Vaya uno a saber. Lo cierto es que todo ese panorama mudó luego de cinco horas.
A las 22:30, los Borrachos del Tablón (bautizados así a la barra brava de River Plate) optaron por el silencio. Sí. Estaban inmóviles, casi inertes. Les costó caer en la cuenta de que el club de sus amores, el mismo que salió campeón de la Copa Libertadores en 2015 de la mano del Muñeco, había sido derrotado por goleada (3-0) con tres disparos que fueron equivalentes a tres desgarros en el orgullo ensimismado.
“¡Ahora quiero escucharlo al Cabezón Ruggeri (Óscar), que tanto decía que un equipo boliviano no podría con uno argentino!”, soltó un simpatizante del Aviador, cuando al partido le faltaban cinco minutos para el final y la hinchada decidía pararse, en señal de aliento, de que estaba presente también en la cancha.
Treinta y cinco años tuvieron que pasar para que Wilstermann volviera a verse las caras con el conjunto de Núñez. En 1982, el éxito no estuvo del lado del elenco cochabambino, que cayó 3-0 en el Monumental, la casa del cuadro porteño.
River no fue capaz de derribar el mito del Capriles, escenario que ha sido bautizado como “cementerio de elefantes” porque allí cayeron equipos como el Atlético Mineiro brasileño, el Atlético Tucumán argentino y el Peñarol uruguayo, en lo que va de la presente edición del torneo continental.
Tampoco Gallardo pudo ganar la pulseta frente al peruano Roberto Mosquera, pese a la distancia numérica que existe entre ambos entrenadores.
Exfiguras como Gastón Taborga y Enzo el Príncipe Francescoli tuvieron un espacio ante el espectáculo. El primero se marchó con una sonrisa, fruto de la “vendetta” de su club (venganza, en italiano) y el segundo, con la decepción de la derrota dada en un escenario poco familiar para el plantel y que ahora devino en un sitio nada deseable. Y no por la altura de su ciudad, sino por la paliza que le dio el rival.
El agradecimiento a Dios por parte del plantel de Wilster, tras el pitido final del lance, fue consecuente con el festejo, por ejemplo, de Gilbert. Es bien sabido que el delantero es un fiel creyente de la religión cristiana. La camiseta que llevó con la leyenda “Dios es fiel” no resultó casual.
En peligro
Wilster puso sobre las cuerdas a River, que deberá ganar 4-0 en la vuelta, para clasificar a las semifinales de la Libertadores.
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