Seis años después, el fútbol volvió a dejar en claro que las revanchas existen. Y que a veces, como la de ayer, pueden ser completas. Y es que ese público, ese mismo que en 2010 salía enmudecido del estadio Félix Capriles, en una marcha final que parecía una verdadera procesión fúnebre después de perder la categoría y descender del fútbol profesional por primera vez en su historia, ayer abandonó el mismo escenario tocando el cielo con las manos y en un ambiente de fiesta que solo el del fútbol puede regalar con un título.
Se dice que la conquista de una corona se debe siempre a una trilogía que debe funcionar a la prefección en sus interrelaciones: dirigencia, equipo y cuerpo técnico. Y así fue. Sin embargo, en esta ocasión, gran parte de las virtudes del equipo se debe al apoyo incondicional de una hinchada roja que siempre estuvo detrás de ese proyecto, fundida como una amalgama que respondió siempre que su equipo lo necesitó.
Por esos 18 meses de haber respaldado sin condiciones a su equipo en su tormentoso recorrido por los oscuros pasillos del torneo Nacional B; por esa agónica vuelta a la Liga con una expedición que enfrentó a un aguerrido Guabirá (1-0) en una gélida noche chuquisaqueña; por esos cuatro años posteriores de tragos amargos, por esos siete torneos de vivir en mitad de la tabla, por las tres épocas de oro que todavía evocan los más nostálgicos recuerdos; por las enormes figuras que vistieron la roja; por esos niños que ahora son unos hombres; por los hinchas que siempre están; por los que se fueron y por las nuevas generaciones que se formarán desde hoy, el gran héroe de este título es el eterno pueblo aviador.
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