Una vez más, porque nunca será suficiente, con la firme caligrafía de su fútbol, y con la indeleble tinta color sangre, Wilstermann escribe en el gramado del Félix Capriles que es el digno campeón del fútbol boliviano. La pelota ha dejado de tejer fantasías y se ha quedado quieta en la palma abierta del árbitro (que infla ambos cachetes mirando el tembloroso círculo central de la cancha y pita a pulmón lleno con el vano afán de hacerse oír en la súbita alegría del pueblo). La ovación explota y se mezcla pronto con la pólvora china. La gente brinca su contento y se abraza, se explicita en el júbilo desbordante y piensa que la vida, después de todo, vale la pena de ser vivida.
Hace cerca a ochenta años que comenzó esta pasión. Esos abuelos de entonces, vestidos de shorts chistosos y calzados claveteados, sacaron corto y comenzaron a tocarla con la clara determinación de no cederla nunca a ningún rival. La pelota fue por las bandas despejadas, por el centro nutrido, se refugió en la cueva de la retaguardia. Volvió a rodar nítida de un jugador a otro y también a volar delicada, exactamente como vuelan las mariposas de flor en flor. La gente miraba extasiada el juego, los hilos de traspiración, nacidos debajo de la simpática boina, brillaban a la luz del sol implacable de las cuatro de la tarde. La ansiedad creciente. En segundos, nada más, las redes de enfrente se inflarían vencidas por el tanto. Aquellos muchachos no sabían (quizás sí, pero antes de decirlo preferían hacerlo), que su talento sin igual estaba fundando una tradición y una jerarquía que buscarían siempre, aún en los tiempos más débiles, el cetro nacional. El tetracampeonato que lograron corrobora lo que afirmo.
La pelota rodó a los pies del Oso García y sus astutos compañeros, y se fue de viaje a la Libertadores donde sólo los frenaría esa moneda extraña que, a diferencia de Jano, tenía una sola cara. Y con los años, y de taquito, el Oso se la pasó a Limberg y los suyos para que pronto volvieran a ser los mejores del país (lo sabe River Plate y San Lorenzo). El bicampeonato de los 70’s me alegró la adolescencia y hasta me enseñó a soñar. Los palos cuidados por José Issa: Olivera, Pérez, Ponce y Cabrera Busset. El tejido de araña de Bravo, Vargas y Milton. La punta veloz del Chapaco Sánchez, la alternancia de Abel Gangas, Bernal y Baptista por la banda izquierda y el infalible olfato de gol de Limberg por aire, tierra y mar. En la banca de los suplentes, “Whisky” Franco, “My God” Aquino, Martínez, Siles, Crespo, Bilbao y Cafú. Si no hubiera existido este plantel de sueño, el primer lustro de la década se caracterizaría solamente por la dura dictadura. Mi afanosa novela “Si tú encuentras a Mari Jo” (embellecida en sumo por las palabras de Roberto Prada hijo) le testimonia mi franco agradecimiento.
Y es curioso que Limberg repitiera el gesto técnico del Oso García y también la pasara de taquito a Gastón Taborga y Jairzinho. ¡Qué noticia para el fútbol nacional! Los oscuros primeros años de los 80, atiborrados de vergüenza y desfachatez dictatorial, sencillamente intragables en la primera página de los periódicos, contenían en las páginas deportivas los numerosos goles de este equipo que habría de ser sencillamente bicampeón. La pelota salía limpia de las manos de Issa o Roger Pérez hacia Villalón, se enredaba y desenredaba en los pies de mi amigo Chino Arias, se aclaraba la idea en Vargas o Ríos, se volvía inteligente en Jair y encontraba su infalible destino de gol en el zapatazo final, certero y criminal de Taborga, el 9 (ó también el 10) que supo ser el goleador histórico de esta Liga por varias temporadas, inclusive después de su sentido retiro.
Ya éramos jovencitos en esos años de gloria. El ballet de Limberg se había encargado de educarnos en la calidad del fútbol, y lo que veíamos no dejaba de llenarnos de orgullo. El desborde del inmortal “Trigui”, la solidez amenazante del “Ruso”, la infatigable labor de rescate del “Loro”, la pausa matrera del mediocampo, los veloces desbordes de Salguero y la simpatía y picardía de Enríquez. Era un equipo que aliviaba nuestra impaciencia por llegar cuanto antes a la UDP. En la Libertadores del 81, por si fuera poco lo que ya nos había dado de sí, fue el primer equipo boliviano que pasó a la segunda ronda. Inolvidable momento para nosotros. Esa proeza se realizó a costilla de los equipos ecuatorianos y del Tigre de Achumani que contaba, entre sus clásicos jugadores, nada menos que con el polifacético Windsor Alfredo del Llano, rey de la sonrisa y la seducción de las muchachas, que lucía el bigote matorralesco más llamativo del fútbol nacional.
La historia de campeonatos no terminó con esta ejemplar generación. Bajo el mando de Marcelo Carballo, un aguerrido defensa central que tuvo a bien perseguir y anular a Batistuta en el Monumental de Núñez, se volvió a salir campeón concluyendo los 90’s. Y el 2000, cuando las beatitas lindas y malitas esperaban el fin del mundo, la casaca sangre tiñó Trinidad con los tiros de los doce pasos contra el Oriente. Todavía se salió campeón una vez más, porque recuerdo nombres de técnicos como Mauricio Soria y Eduardo Villegas, y jugadores de jerarquía como el portero Huguito Suárez y el todo terreno Cucharón Olivares. Mi memoria no guarda gran precisión debido a mi paulatino retiro de la soleada tribuna de popular (donde fui muy feliz) y luego de la fría tribuna de preferencia que siempre me pareció totalmente carente de llajuita. Por un extraño mal que aún conservo, adquirí, a fuerza de necesitarlo, la costumbre de no ver fútbol sino de escucharlo por radio. Empecé con el clásico Carlos Dalence, pero cuando su ritmo se desaceleró me pasé a Renán López, el crack que mi nacimiento tardío no me permitió gozar ni un minuto, y luego la incomparable voz rota de Galdo (“¡Zapatazo de esquina que corresponde al Jorge Wilstermann! ¡Noche negra para el negro Milton!”), donde aún me encuentro en sintonía incondicional.
Y ahora tenemos nuevamente el campeonato. ¿Hace falta decir que en nosotros se renueva la alegría? Un plantel parejo, homogéneo, que supo encontrar la fortaleza en los socorros mutuos, nos regala esta satisfacción y nos invita a la próxima Libertadores. El Wilster (¡fiu, fiu!), nuestro Wilster, tiene la milagrosa capacidad de renovarnos el ánimo y de convertirnos en los seres gentiles y divertidos que siempre quisiéramos ser, en una buena noticia para el prójimo. (Deploro a los violentos. El fútbol es más lindo sin ellos.) El “Negro” Zamora llegó tan convencido de su propósito (lo escuché en los medios muy al principio y le creí), que yo me senté a esperar con confianza este día final. Y lo logró. Un abrazo para él y los muchachos. Y para su dirigencia. Es importante que todos ellos sepan que son directos culpables de nuestra felicidad.
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